San Pedro de Atacama es, por lejos, el destino turístico más visitado en Chile, y es una lástima que sea prácticamente la única puerta de entrada al desierto más árido del mundo. Durante las tres últimas décadas se desdibujó completamente lo que podría haber sido la mejor expresión del patrimonio cultural del norte de Chile, fortalecido por la enorme riqueza geográfica que lo sostiene y dotado de una diversidad natural única en el país.
El abuso de una hospitalidad desbordada lo convirtió, para pena de muchos amantes del desierto -y de San Pedro particularmente- en un pueblo que perdió completamente su identidad. Y la tuvo, aunque a medias, hasta que hace poco más de una veintena de años sus nuevos habitantes comenzaron a acoplarse al casco antiguo queriendo ser una ciudad más que un pueblo, consiguiendo un caserío informe cuyo modelo aspiracional fue sin duda Calama, pero la antigua, que no era peor que la nueva. Fue una suerte de urbicidio anunciado por varios —entre los que me incluyo— en múltiples ocasiones, donde se advirtió que, sin una declaratoria patrimonial cabal y rigurosamente cumplida, el pueblo se convertiría en una trastienda de sí mismo: sin unidad, sin relato, sin alma. Un pueblo sin cultura.
He visitado San Pedro de Atacama quizá unas 30 veces en los últimos unos 30 años por motivos de trabajo. He visto cómo se ha envenenado a la gallina de los huevos de oro con una poción silenciosa pero igualmente letal, que más allá de la periferia caótica y de notoria mala calidad constructiva, ha transformado el centro del pueblo en un barriento bulevar, atestado de locales de artesanía de dudosa procedencia, baratijas sin ningún valor autóctono, muchas de ellas provenientes de Guatemala y Bolivia y de venta de tours, una oferta gastronómica mediocre y más locales de tours y souvenirs desechables de mal gusto, atendidos mayoritariamente por inmigrantes, en un lugar donde el local solía ser intocable.
La calle principal, de cuyas ventanas emana un característico aire que mezcla incienso, palo santo y marihuana -todo a la vez- dejó atrás la arquitectura vernácula que la caracterizaba, para dar paso a un pintarrajeado callejón, descuidado, desatendido de la autoridad, envuelto en una ruidosa mezcla de músicas centroamericanas que terminaron por cancelar a la zampoña, el charango, la quena y el bombo andino. Una vereda llena de hoyos en la que no es raro ver a borrachos peleando a plena luz del día, cayéndose encima de turistas extranjeros que, atónitos, descubren de este modo nuestro patrimonio cultural.
Afuera, en la periferia del oasis, sobre el cordón de ayllus donde aún sobrevive la magia originaria, algunos hoteles de alto estándar resisten el avance de la vulgaridad irradiada desde el centro, sosteniendo —aunque para unos pocos— una oferta regulada, medida, y tranquila de los recursos naturales.
San Pedro se convirtió en la zona de sacrificio del Desierto de Atacama. Ignoro si fue por decreto o por dejación. Ignoro si hay o no consciencia de ello a nivel administrativo. Por ahora es lo que hay, y no le veo una pronta salida, a este callejón sin salida.
Columna de opinión de Felipe Assadi. Arquitecto