Ckelar, una luz en el desierto de Atacama

Ckelar, el espacio gastronómico de Leonelo Cuevas instalado a 2400 metros de altura, acerca a los comensales los tesoros alimentarios y culturales del desierto más árido del planeta. Es una de las pocas cocinas con sentido en el turístico San Pedro de Atacama; una referencia de la cocina andina chilena

Envie este Recorte Version de impresion de este Reportaje Publicado el 19 de octubre de 2023 Visto 170 veces
Mesa con productos atácameños
Leonelo Cuevas. Foto, Ckelar.
Detalle del comedor de Ckelar. Foto, Ckelar
El plato de costillas de cordero es interesante, aunque necesita trabajo
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7 Canibales

“Entiendo el territorio a partir de la movilidad de sus antiguos habitantes y no desde sus límites políticos, así que trabajo con  productos nativos del desierto y también con productos de la cordillera de Los Andes, comprendiendo las rutas caravaneras, la conectividad entre pueblos, pisos ecológicos y sus trueques”, me cuenta Leonelo Cuevas según me siento en Ckelar, su espacio gastronómico en el ayllú de Séquitor, en San Pedro de Atacama.

Los ayllus corresponden a una forma ancestral de distribución familiar de los predios agrícolas y sus canales de regadío, y hasta hoy, muchos de ellos acogen comunidades indígenas.

Sobre la mesa del restaurante, múltiples vasijas de barro y arcilla tallada con forma de rostros humanos, anuncian un recorrido por la desconocida y seductora despensa andina. Reconozco la quinua blanca, roja y tostada, el maíz mote, las semillas de algarrobo, el fruto del chañar, la rica rica y la rosa del año, y me resultan completamente nuevos el cachiyuyo, la perita de pascua deshidratada, la muña muña, la yareta, la papa chuño y la papa tunta.

El desierto de Atacama, en el norte de Chile, se extiende desde el Pacífico hasta los Andes, a través de una vasta extensión de espectaculares cañones y picos rocosos de color rojizo anaranjado. Es el más árido de la Tierra y puede que el más antiguo. Parece detenido en el tiempo, como de otro mundo, y es tanta su singularidad y el parecido de algunos parajes a la superficie de Marte, que la NASA probó allí sus vehículos planetarios. Culinariamente hablando, es uno de los ecosistemas menos explorados de Chile y un destino privilegiado al que peregrinan turistas de medio mundo.

Leonelo es licanantay, que en lengua kunza significa habitantes del territorio, aunque no reconectó con su esencia andina hasta los 27 años. Mientras estudiaba arquitectura comprendió el concepto de territorio y decidió entrar a los fogones para compartir sus raíces atacameñas con los visitantes. Crea Ckelar a finales de 2017, después de pasar por las cocinas de algunos conocidos hoteles de San Pedro. “En nuestro dialecto kunza, Cklear significa fuego. Es un elemento que reúne,  congrega, entrega calor y sabor. El fogón dentro de la cosmovisión andina es súper importante, es símbolo de la reunión familiar”.

Su propuesta es actual, sencilla y decididamente local. Escapa del molde y se compromete con el territorio, más allá de las barreras logísticas y la escasez de proveedores), explorándolo para conocerlo y luego entenderlo y cocinarlo. Trabaja en tres formatos, menú degustación bajo reserva, a la carta (jueves, viernes y sábados) y ofrece cenas privadas en escenarios abiertos, bajo las estrellas.

Entre mingas y fiestas tradicionales

“Busco acercar los productos y sabores del desierto, y para ello hago una relectura de lo que nuestras abuelas hacían en los almuerzos de familia, en las fiestas tradicionales, en las mingas. Mi abuelita, por ejemplo, hacía mucho trueque de frutas con sus amigas de Toconaon y fue en su cocina limpiaba el maíz desde pequeño, para después disfrutar de su incomparable pastel de choclo. Ese es el espíritu de Ckelar”.

Probé los siete momentos del menú degustación. Se abre con tres snacks simultáneos: sopaipilla del norte (amasijo frito a base de harina de trigo sin zapallo, ligeramente más plana y aireada) servida con pebre de cachiyuyo (Atriplex clivicola) un arbusto que concentra sal, de textura firme y final metálico. Junto a él, un queso de cabra producido a los pies del volcán Licancabur, a unos 4600 metros de altura, que consigue por trueque en la frontera con Bolivia; es un poco salvaje, de esos que aún conservan la frescura de la leche. Por último, un jamón curado y pastrami de guanaco, hecho por el propio restaurante. La textura del jamón me recuerda a un charqui, algo más elegante; el pastrami es tierno y algo acaramelado. Lo hacen con el lomo del animal. Funciona.

Siguió un tabulé de habas verdes, dos tipos de quinua, yareta y espirulina, que toca revisar: desbalanceado y sobrado de acidez. Llama la atención la yareta (Azorella compacta), uno de los hallazgos más importantes del viaje. Es un arbusto caméfita que crece a partir de tres mil metros de altura, tiene aspecto de musgo con pequeñas flores amarillas y es miembro de las apiáceas, pariente del apio, el cilantro y el hinojo. Tiene múltiples propiedades curativas sobre todo para el tratamiento de la diabetes.

Resulta mejor el cerdo ahumado, servido en forma de croqueta rebozada en quinua, sobre una barbacoa de chañar, el fruto más famoso del desierto. Es una leguminosa con gran concentración de azúcar, con la que se hace un arrope, una especie de jarabe viscoso y concentrado obtenido de la cocción del fruto deshidratado y caramelizado. Termina el plato con un puñado de maíz pisingallo (palomitas de maíz) con merquén.

El mejor plato tiene la llama como protagonista. Llama braseada y cocida a baja temperatura, tierna y untuosa, servida sobre un elegante caldo elaborar al reducir y clarificar los jugos de cocción. Viene  con una papa lisa, conocida también como olluco, dulzona y cremosa, y charqui de llama frita. Es sabroso y profundo y hace que toda la cena valga la pena.

El plato de costillas de cordero es interesante, aunque falta trabajarlo más. Lo acompaña con papa rosa, papa oca y chuño negro, que en esta parte de la cordillera andina se deja congelar bajo tierra durante el invierno austral para luego secarse al sol. Un método de deshidratación y conservación ancestral, propio del mundo andino, que permite conservarla durante años. Toca repensar el emplatado pues se hace difícil de comer, al tiempo que hay que cuidar el punto de cocción de los tubérculos para mejorar la textura.

El otro camélido estrella del altiplano es el guanaco. Se presenta en forma de lomo asado, en un punto perfecto, tierno y jugoso, acompañado de la extraordinaria y melosa papa tunta o chuño blanco, chuño blanco que, a diferencia de la anterior, se sumerge en la ribera de ríos para secarla luego al sol. Toma un color blanco y se puede conservar casi indefinidamente. Sencillo e impecable.

El cierre, un inteligente sorbete de rosa del año al que hay que disminuirle la pimienta, que limpia el paladar y da paso a un postre de cremoso de chañar, con chocolate y crocante de quinua y tierra de maíz. La combinación de texturas y matices de dulzor de fruta, maíz y cacao resultan, aunque se echa de menos algo de acidez, que ayudaría a llevarlo más lejos.

A lo largo del menú encuentro registros desconocidos. Si bien la rica rica (Acantholippia desertícola) una hierba altiplánica con notas mentoladas, laurel y mate, las rosas del año, el algarrobo y el chañar son productos reconocidos en cocinas como las de Boragó o algunos confites de Camila Fiol, tienen escasa o nula presencia en las cocinas de Chile. Ni mi paladar ni el de muchos chilenos reconocen esos sabores de forma natural.

La experiencia en Ckelar es como un menú etnográfico con criterios de cocina joven. Veo consistencia en el relato y honestidad en los procesos. Leonelo asume la pérdida agrícola del lado chileno andino, producto del turismo y la minería, y lo resuelve viajando a la frontera con Bolivia y Perú para abastecerse de una despensa compartida, en esa idea de biomas y pisos ecológicos que siempre definió al territorio y sus habitantes, y que nunca tuvo nacionalidad.



Fuente:
7 Canibales

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