Qué pena San Pedro

Envie este Recorte Versión de impresión de esta Opinión Publicado el 18 de noviembre de 2011 Visto 192 veces
El desierto crece: ¡ay de aquel que desiertos en sí cobija! (F. Nietzsche)

La semana pasada leía un artículo del periodista argentino Martín Granovsky, en otro diario, y no pude menos que pensar en San Pedro. La codicia es el apetito excesivo de riquezas. La burrada no hace falta explicarla, decía comentando un derrumbe que había ocurrido en Buenos Aires. …desastres así responden a la maldita combinación de burrada y codicia, continuaba.

La codicia. Madre de todos los males, según la definía un pseudo San Pablo a su discípulo Timoteo. Ahora, cuando llega a burrada… Por ejemplo, que la entrada a Puritama cueste once mil pesos, y que a pesar de ello no se vean mejoras en su infraestructura, es codicia. El fin de semana largo me acerqué por allí, y según datos que recogí en la conversa –y que seguramente la empresa privada dueña de ese sitio ancestral puede negar- un día recibieron quinientas personas y al siguiente trescientas. Lo cierto es que las cochas parecían vagones del metro a las seis de la tarde. Eso es burrada. Porque se supone que Puritama es un sitio protegido, ¿verdad? Quinientas personas. Ochocientas en dos días. Probablemente la temperatura del agua haya estado un poco por encima de lo normal. Un tanto más termal, digamos. Imposible acceder a los baños. ¿Adónde habrá ido tanto desecho?

Ejemplo más, ejemplo menos, qué pena San Pedro. Su tierra se parece cada vez más a una gran teta, de la que todos intentan exprimir hasta la última gota de leche, “estrujando la ordeñada”, como se define popularmente a la codicia. Pero no la teta de una madre. Ni siquiera la de una amante, porque la falta de amor a la tierra –descontando a algunos venerables viejos (dicho con cariño y respeto) que siguen siendo, silenciosa y verdaderamente “gente de la tierra”- es lo que nos encamina al desastre. Se me hace la imagen de una vaca conectada a esas máquinas de ordeñe que le extraen toda su riqueza sin siquiera tener que tocarla, acariciarla con la mano. Se me viene también a la mente un texto que solía compartir con mis alumnos de Filosofía Latinoamericana, años ha, del pensador catalán-boliviano Francisco Dardichon. Apelaba a la conocida metáfora “tierra-mujer”. Decía que el hombre técnico (tecnócrata, capitalista, podríamos ampliar), ha tratado a la tierra como una prostituta, explotándola y degradándola de manera brutal. Por el contrario, las culturas ancestrales le tienen (¿tenían?) mayor respeto y amor, llamándola madre-tierra, a la que hay que respetar y fecundar para que nos regale sus frutos y alimente. Depredación, desamor. Llevarse lo más que se pueda antes de que se acabe. Con la misma velocidad con la que desde hace unos años –pocos- circulan por nuestras calles las van de turismo y las camionetas de las contratistas. Eso es lo que se me viene, cuando pienso San Pedro. Lo que falta acá no son los recursos, lo que falta acá es amor. Por la tierra. Por sus hijos.

Cuando pude adquirir un terreno, a fuerza de trabajo, y sin ser gente de la tierra sino un inexperto y trasplantado citadino enamorado de este lugar, lo primero que hice fue recuperar el riego y sembrar. Aún antes de poner un adobe. Llevo varios años sembrando, y esta primavera, y por segundo año consecutivo, casi me arrepentí de haberlo hecho, cuando después de la siembra recibí la miseria de agua que nos llega al Cuarto Grupo de Regantes. Y por segunda vez también, me arrepentí de mi arrepentimiento. Porque si bien no vivo de la cosecha, ¿para qué tener la tierra sino es para cuidarla y fecundarla, para que el desierto no se la gane? No sembrar, no regar, es matar la tierra. ¡Es matar a la tierra! ¡Matarla! Pero el agua de riego escasea cada vez más, al menos en nuestro grupo, tema tratado reunión tras reunión. Responsabilizo a la dirigencia de la Asociación de Regantes por la progresiva desertificación de nuestros ayllus del Cuarto Grupo, por no tomar las medidas necesarias contra este verdadero acto de desamor por la tierra, sea cual sea su causa, sea de quien sea la codicia que condena a la madre a su paulatina esterilidad.

Las poblaciones crecen y crecen en San Pedro. Todos tenemos derecho a una vivienda. Pero ¿quién no conoce a algún vecino que, a pesar de tener tierras (muchas) y vivienda en algún ayllu, no se ha hecho acreedor de un terreno en una nueva población? Los vericuetos legales son seguramente muchos, como por ejemplo no tener la tierra a su nombre sino a nombre de su familia. Por eso, más allá de las responsabilidades que pueda caber a la autoridad que otorga los terrenos, preocupa la falta de conciencia y de solidaridad con la tierra y sus hijos de los que, con la misma mentalidad y codicia de quienes venden el agua de Solor, siguen ordeñando la teta sin pensar en el futuro del territorio que supuestamente aman y reivindican. “El capital no tiene bandera”, es la frase que se le atribuye a Marx. Ni etnia, ampliaría.

Qué pena San Pedro. Recuerdo la defensa del Tatio, mucha gente de buena voluntad reunida en diversas ocasiones, y en la mayoría de ellas los grandes depredadores turísticos y culturales llevando la voz cantante de la resistencia. ¿Amor a la tierra o miedo a perder el negocio?

Cuántos ejemplos más podríamos enumerar. La codicia como motor del “progreso”. De eso nos han convencido. Lazos sociales, comunitarios y telúricos rotos, como sus primeras consecuencias. La solidaridad reducida a una exhibición pornográfica de desplazados sociales, organizada a nivel nacional todos los comienzos de diciembre (menos cuando hay elecciones, no sea que alguien se aproveche…). Pero cuyo verdadero motor, uno sospecha, es competir contra nosotros mismos y entre comunas, a ver si juntamos más plata que el año anterior. Claro, uno piensa que igual hay que juntarla, porque si no esos niños quedan botados. Estructural, política y socialmente botados; circunstancial, privada y mediáticamente ayudados. Y así nos convencemos de que somos casi los más solidarios del mundo. Aunque cuando se corte el agua corriente dos días seguidos, mi vecino del almacén aumente un diez por ciento el precio del chimbombo.

Solidaridad es otra cosa. No es dar algo. Es estar sólida e irremediablemente unidos, lo queramos o no, a un destino común. El de ser humanidad, primero: el ladrón y el asaltado, el depredador y el depredado, el que tiene que bañar a su hijo en un canal porque no tiene agua y el que perfora y perfora más por las dudas. Cuando le hayan estrujado la última gota de agua a esta tierra, ya no habrá oasis para nadie: esa será la pérdida solidaria. Seguramente, la gente de la tierra ya no estará para verlo. Los otros, los muchos otros, de aquí y de allá, habrán juntado dinero suficiente para ir a ordeñar otra vaca, a la que tampoco amarán.

Hugo Finola
Administrador Académico Universidad Católica del Norte, en el Instituto de Investigaciones Arqueológicas y Museo de San Pedro de Atacama
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