Resonancia límbica

Envie este Recorte Versión de impresión de esta Opinión Publicado el 09 de mayo de 2022 Visto 741 veces

Hay peculiaridades del temperamento que los temerosos e intolerantes consideran malditas. La exacerbada sensibilidad que accede a lo invisible y misterioso, la activación de redes sinápticas que cruzan los umbrales de la normalidad gracias a las inexplicables mutaciones cromosómicas.

Son experiencias que lindan con la locura, según los juicios de la ciencia contemporánea, y el manto de oscuridad que las rodea solo verifica la incapacidad del raciocinio de articular un planteamiento serio.

No soy ajeno a esa maldición. Bajo ciertas condiciones y a determinadas horas de la noche, mi siquismo entra en un trance de conexión con las dimensiones ocultas.

Mi mente fluye por laberintos inexplorados que parecen alucinaciones, pero las visiones son muy nítidas y con regularidad están vinculadas con hechos sórdidos del pasado.
En  uno de esos trances me hallé, de pronto, en un lugar que llamaban “la playita” donde se congregaban adultos de todas las edades en una celebración nocturna que llamaban “el carrete”, una ritualidad de excesos donde comparecen el alcohol y las drogas.
Pero esta “playita” no se hallaba a orillas del mar sino en un sitio baldío en medio del desierto más seco del mundo. Sombras entre las sombras, los contertulios de la singular reunión parecían fantasmas en un éxtasis superlativo de la consciencia alterada.

Ellos y ellas alternaban risas desquiciadas con movimientos que remedaban torpemente un baile tribal. Algunos y algunas caían al suelo, ebrios de entusiasmo frenético, y volvían a ponerse de pie para volver a caer. En esto pasaban las horas como nebulosas de un mal sueño.

A una orden que emanó de la profundidad de la noche, los contertulios endilgaron en dirección al sur, movidos por el deseo irrefrenable de más excesos, orientados por el instinto más oscuro.

Mi mente los seguía como una sombra a la que nadie prestaba atención y así llegamos a otra ceremonia que llamaban “el clandestino”. El espacio estaba sobriamente iluminado y la música cautivaba a muchas personas que bailaban, algunas para recordar, y otras para olvidar.

Algunos rostros sudaban de placer, y las risas se multiplicaban como un coro de augurios trágicos. La mente anticipa el desenlace por extraños signos en el aire. Lo que viene será parte de una historia compartida por la gente del lugar, una narración de la memoria colectiva, del patrimonio intangible.

Lo último que recuerdo son las manifestaciones de horror de los parroquianos, rostros que expresaban indignación y dolor frente al cuerpo sin vida de un conocido vecino que prestaba servicios de taxista en los carretes clandestinos.

La muerte no permite las despedidas. Solo conserva el hábito de rondar alrededor y de resonar en el sistema límbico en forma de elípticas misteriosas.

Edgardo Alan Demon
Sofista, activista, perista, pesimista, crítico
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