Historias (tristemente) insepultas

Envie este Recorte Versión de impresión de esta Opinión Publicado el 05 de octubre de 2011 Visto 239 veces
El negar la sepultura a una persona ha sido todo un tema en la historia de la humanidad, siempre ligado a algún tipo de intolerancia y violencia.
Ya en el siglo V antes de Cristo inspira a la célebre tragedia de Sófocles, Antígona (sugerente nombre que, según algunas etimologías refiere a quien se opone a la violencia, anti-agoné), cuya trama se desenvuelve a partir de la negativa de Creonte, el gobernante de la ciudad de Tebas, a darle sepultura a Polinices, su sobrino y hermano de la protagonista, muerto en una rebelión contra la ciudad.
Es entonces el castigo ejemplar, post-mortem, el que impulsa a la joven a perder su propia vida por defender lo que consideraba un derecho divino de su hermano muerto.

Veinticinco siglos después, el francés Jean Anouhil escribe su propia versión de la historia, ya situado en un contexto fascista (del cual es contrario) y durante la ocupación alemana a Francia, leyendo la negativa de la sepultura en clave de totalitarismo. El relato pierde su contenido trágico, tornándose un drama. En este sentido, aporta el elemento de la decisión humana por sobre el designio del destino, aporte que no deja de ser interesante ya que hace recaer la responsabilidad del acto –en este caso, el prohibir una sepultura- en las decisiones de las personas y no en un designio que provenga de los dioses o de la naturaleza.

En tierras más cercanas, la recreación de Leopoldo Marechal en su Antígona Vélez corre por los mismos carriles, pero le da un final esperanzador en todo caso. Ignacio (nombre que toma Polinices en su obra) es condenado a no ser sepultado por haber solidarizado con la lucha indígena. Finalmente, ante los decesos de Ignacio y la propia Antígona, la reflexión final de la obra expresa la expectativa de que esas muertes (junto con la de Martín, el otro hermano que muere en la lucha contra Ignacio y que personifica al Eteocles de Sófocles) sirvan para la construcción de un futuro de paz en estas tierras americanas, erradicadas las luchas fratricidas.

En otra vertiente de la tradición, el judaísmo, en el ejemplar libro de Tobías, del Antiguo Testamento, hay una referencia al tema. Tobías es un bello libro que se opone precisamente a la intolerancia, y que los amigos y amigas evangelistas no encuentran en sus biblias precisamente porque a comienzo de nuestra era, las autoridades judías, nuevamente en la diáspora y reunidas en  Jamnia, prefirieron dejarlo fuera del  grupo de las escrituras consideradas reveladas, ya que sólo se conocían de él las versiones escritas en el idioma griego. Al tomar las iglesias reformadas el canon definido por el concilio de Jamnia para confeccionar su Biblia, lo dejaron afuera. Pero es un librito tan importante que de él, o de la tradición a la que él pertenecía, tomo Jesús su regla de oro, aquella que según Él resume a toda la ley y los profetas: haz por los otros lo que quisieras que ellos hagan por ti. En Tobías aparece en forma negativa: no le hagas a los demás lo que no te gusta que te hagan (por ejemplo, negar una sepultura). La cuestión es que una de las tareas a las que se dedicaba el piadoso Tobit (padre de Tobías) era la de sepultar a escondidas a sus paisanos muertos en el exilio, tarea que estaba prohibida por la autoridad asiria, como muestra del desprecio por la nación vencida.

Cuando las rebeliones indígenas bajo la conquista española, una de las prácticas usuales (por ejemplo en el caso de Condorcanqui) fue el desmembramiento del rebelde, enviando las distintas partes de su cuerpo a lugares distantes, con lo que también se le negaba la sepultura.

Mucho más cercanas a nosotros, las dictaduras del siglo XX se dedicaron sistemáticamente a hacer desaparecer los cadáveres de quienes consideraron indignos de ser sepultados. Los horrores del Holocausto nazi, cremando los cuerpos de los asesinados por pertenecer a otra etnia o raza, término que se usaba precisamente antes de semejante horror y que hoy se prefiere evitar como para no recordar de qué somos capaces cuando nos gana esa especie nefasta de fanatismo que se llama racismo. Y de las dictaduras latinoamericanas y sus detenidos-desaparecidos no nos hace falta ni siquiera hablar –aunque nunca esté de más hacerlo-, porque casi todos nosotros tenemos algún familiar, amigo o cuanto menos conocido que aún llora el hecho de que se le haya privado de darle una sepultura digna a su ser querido (si es que no lo lloramos nosotros mismos).

Historias entonces tan viejas como la humanidad, pero que no pierden su vigencia, porque cada vez que renace algún tipo de fanatismo, sea étnico, político, económico, científico o de cualquier tenor ideológico, una de las primeras crueldades que afloran de los sentimientos más bajos de sus adherentes es negar la sepultura a un o una semejante.
Hugo Finola
Administrador Académico Universidad Católica del Norte, en el Instituto de Investigaciones Arqueológicas y Museo de San Pedro de Atacama
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