Compelido por ese prurito obsesivo compulsivo, estructural de mi personalidad, de conocer las lenguas del mundo, empezando por la materna, me he puesto a revisar los diccionarios de la lengua kunza, cunza, cunsa, o como se escriba la lengua de “los naturales de Atacama”, como dice Francisco J. San Román, el autor del glosario más antiguo disponible en el sitio web de la DIBAM, “Memoria Chilena”.
“La Lengua Cunza de los Naturales de Atacama”, un libelo de 20 páginas, publicado en Santiago de Chile en 1890, cumplirá 125 años en el 2015. Su autor, Francisco J. San Román, fue un geógrafo enviado por el Estado de Chile a dar noticias de estos territorios recién anexados como consecuencia de la mal llamada Guerra del Pacífico. No era precisamente un lingüista, pero sí muy competente, metódico, aparte de culto e intuitivo. Sin duda se mereció el estipendio como empleado del Gobierno, y los elogios por su investigación pionera en una lengua tan extraña y casi extinta. El momento histórico de la publicación del glosario coincide con la oportunidad que se dieron los poderosos de Chile para proceder a lo que algunos llaman la chilenización: convertir estos territorios en una factoría extranjera. El presidente Balmaceda se oponía a esto, y ya sabemos cómo terminó en 1891, un año después de publicado el glosario. (Allende también se oponía, y 82 años más tarde, también se suicidó).
Como en la mitad de la página 10 del documento, el geógrafo plantea un desafío: “Podemos dar a los filólogos un pequeño vocabulario que servirá lo bastante para establecer comparaciones de interés en las lenguas vecinas u otras”, y ofrece a continuación una lista hasta el final de la página. Abajo, en la última línea, se lee: “álmiya: camisa”.
Digamos de paso que, por la época en que fue redactado el glosario, San Román adhiere a la Gramática de Bello, vigente entonces, de modo que encontramos tildes donde ya no se usan. A menos que se trate de un error tipográfico, podemos suponer que la palabra “álmiya”, que la presenta asertivamente como cunsa, la haya escuchado como una esdrújula, es decir, acentuada en la antepenúltima sílaba. En la página 12 del “Glosario de la Lengua Atacameña”, de Vaïsse, Hoyos y Echeverría, publicado en 1896 –el segundo documento más antiguo disponible- también comparece esta palabra, aunque con otra ortografía: “Almi-ia: Camisa”, sin tilde. Entonces no había cómo poner tilde sobre las mayúsculas porque era tecnológicamente imposible, pero la ausencia de “ye” –o “y griega”- cambiada por una doble i latina, hace pensar en una i larga, vocal y no consonante, y en tal caso ya no se trataría de una esdrújula sino de una grave, o paroxítona, acentuada en la penúltima sílaba. Entre paréntesis los autores intuyen: “parece corrupción del castellano”.
En 1908, Rodolfo Schuller publicó “Vocabularios y Nuevos Materiales para el Estudio de la Lengua de los Indios LicanAntai (Atacameños)- Calchaquí”. En esta obra el autor se da el trabajo de comparar todos los glosarios de los que pudo disponer –los ya mencionados y otros-, y adivinen qué. Efectivamente, incluye “álmiya” como palabra cunsa. Todos los diccionarios publicados en el siglo XXI tienen la misma convicción. ¿Cómo es posible? Sin una apropiada competencia, en estas materias es muy probable andar más perdido que guía de San Pedro.
Yo no soy una autoridad filológica, pero conservo el hábito de leer, y de consultar el diccionario cada vez que encuentro una palabra que desconozco. Por eso, tengo la convicción de que esa “álmiya” (según la ortografía de San Román a fines del siglo XIX) no es sino la castellanísima “almilla”, jubón ajustado al cuerpo, según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua (RAE), prenda que usaban los españoles durante la “conquista” y el virreinato. Ricardo Palma, en sus “Tradiciones Peruanas”, narra la historia de un escribano virreinal de Lima que estaba muy venido a menos de modo que decidió vender su almilla al mismísimo diablo. Don Sata, siempre dispuesto a comprar almas a cualquier precio, se presentó ante el escribano pensando que el pobre desgraciado preciaba muy poco su alma, llamándola “almilla”. Pero no. Cuando el coludo vino a cobrar, con la puntualidad que lo caracteriza, recibió del agradecido escribano una camisa vieja: una almilla española. ¿O árabe?
Que el diablo virreinal no sepa que almilla era una prenda de vestir y no un diminutivo peyorativo, resulta perfectamente verosímil. No sé qué decir de todas estas connotadas personalidades e ínclitas autoridades de la lengua cunsa. Vaïsse et al lo intuyeron pero no lo verificaron; y Schuller, que buscaba semejanzas entre las lenguas andinas, no pensó en las semejanzas de las lenguas vernáculas con el castellano.
Cuando diferentes culturas interactúan entre sí se produce, inevitablemente, lo que algunos llaman “préstamos lingüísticos” (préstamos que no se devuelven). La lengua de Castilla cuenta con un significativo aporte de préstamos árabes. Cuántas palabras castellanas que empiezan con el determinante árabe “al”: alacena, almacén, alcoba, alcahuete, alquimia, alhelí, alcohol, almilla…, sin contar aduana, cheque, ajedrez, zanahoria, hasta… La consonante jota –de procedencia árabe- diferencia al castellano de las demás lenguas romances: ojo, mujer, hijo, Alejandro. Fueron 700 años de interacción.
En nuestro continente, el préstamo castellano es perfectamente rastreable. Por ejemplo, los mapuche dicen cahuallo por caballo; y oficha por oveja, con una clarísima labiodental y sin jota, lo que quiere decir que el español que interactuó con mapuche aún no incorporaba la jota árabe y usaba la x, que sonaba como la “sh” inglesa: ovexa. (Ximena, la mujer del Cid, se decía “Shimena”).
Desde que las culturas tienen contacto recíproco, ha habido préstamos. Los hay ahora y los seguirá habiendo, ya que toda la humanidad está dotada para actuar como donante y recipiente de materiales de todo tipo –incluidos los lingüísticos- en su interacción; y las lenguas son corporaciones vivas: se modifican. No puede ser de otra manera: la comunicación es una necesidad de compartir.
El “kínder” es una unidad pedagógica reconocida, y el “kuchen” o el “strúdel” no tienen par en la repostería: préstamos alemanes. El fútbol se juega igual aunque sea una improvisada pichanga de júrgol o de fulbo; el tiro de esquina será “corner”, y todos gritamos “gol” y no “objetivo”: préstamos ingleses. El rock nunca muere, ya sea en sus variantes de heavy metal, glam, punk, grunge, o el clásico rockn’roll. A propósito, ¿tiene Ud. Facebook o mail? OK. Por último, y con toda certeza, bluyín no es una palabra cunsa para pantalón de mezclilla, pero sirve igual.
¿Qué sacamos en limpio de todo esto? En primer lugar, que todos los investigadores precedentes no han leído lo suficiente. Sin dejar de reconocer los grandes méritos atribuibles a los esfuerzos de los entrañables pioneros de la lengua cunsa, hay que admitir que son falibles, y está bien. No soy quién para descalificar, no es mi estilo: mi intención es permanecer con los pies en la tierra. Por eso doy a conocer esta observación casi microscópica con un reposado optimismo (no uso la palabra “esperanza”): que en los próximos 125 años siga compareciendo “álmiya” como palabra cunsa en los diccionarios especializados. En segundo lugar, es evidente que la lengua cunsa, en su evolución, admitió préstamos de toda laya: de otras lenguas andinas (ayllu, pukara) y del castellano. En tercer lugar, es necesario formular un diccionario consultado de la lengua cunsa, con acotaciones etimológicas. El diccionario RAE incluye voces indoamericanas (apacheta, pascana) con la debida individualización de su origen.
Por último, en lo personal, como Presidente de la Asociación de Usuarios de la Biblioteca Pública de San Pedro, no me queda sino extender una amistosa invitación a toda la comunidad a visitar nuestra Casa del Saber –HaimaitierTuri- y dedicarle unas horas a la semana a la lectura, así de lo escrito como del mundo, de la historia que nos toca, de la cultura que nos identifica.